Todo empezó la mañana del viernes 22, me sentía fatal, llevaba 2 días en cama con una gripe, pero moría de ganas por ir al paseo con Nudistas Venezolanos, luego de más de un año y medio desde la última vez que asistí.
Después de cuadrar, con uno de los coordinadores, la cola para el sábado, ya estaba segura de ir.
Apenas arrancó el peñero, sentí que la brisa marina me limpiaba por dentro. La gripe iba quedando atrás, junto con la ropa. Desde la lancha, podía ver el agua que adquiría una tonalidad turquesa, justo antes de ser ola y reventar contra las rocas coralinas, provocando aquel sonido… ese ir y venir de la conciencia.
Las pequeñas mariposas amarillas que abundan en la playa vuelan al ras de la superficie del agua, cerquita de la orilla. Y la montaña se alza, cual telón de verdes variopintos, recordándome inevitablemente a Cuyagua.
Al llegar a la playa, muchas manos acuden a la tarea conjunta de bajar el equipaje. Todos nos ayudamos, no importa si este o aquel es mi bolso o del otro. La vibra solidaria se siente de entrada en el ambiente.
Más tarde, estaba tumbada en la arena. Las nenas pequeñas, que juegan tranquilas y desnudas en la orilla, se me acercan y me lanzan, con esa espontaneidad tan propia de los chicos, el “¡Hola! ¿Cómo te llamas?” de rigor, para entablar una nueva amistad. Y yo pienso que a veces deberíamos ser un poco más como cuando éramos niñ@s.
Estar desnudos en la playa, definitivamente tiene distintos significados para cada quien. Para mí, es una forma muy especial de sentirme una con el mar, la arena, la brisa. Incluso con aquella puesta de sol, de vetas rosadas y anaranjadas, que se queda grabada en los recuerdos. O más: con aquel cielo perfectamente estrellado y de luna nueva, que cuenta historias y muestra caminos a los viajeros desde tiempos remotos.
Estar desnudo es encontrarse a sí mismo, y yo personalmente, me había perdido un poco entre tanta ciudad. Es simplemente necesario, de vez en cuando, dejarse abrazar por el mar, flotar y relajarse. Mientras el silencio, de lo profundo en los oídos, nos permite escuchar el corazón, y recordar que, no en vano, las lágrimas, el sudor y el mar están hechos de la misma esencia: el agua y la sal, elementos vitales de la vida.
Cuando me montaba en el peñero para regresar el domingo (ya completamente curada de la gripe) me sonreía todo el cuerpo y me sentía livianita. Agradecida con los nuevos amigos encontrados y pensando en las personas que me encantaría traer a los próximos paseos, porque este tipo de experiencias no se pueden guardar como un secreto, hay que compartirlas.
¡Se les quiere al desnudo!
Mariana.
como podría asistir
Enrique,
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